La escalera de uno solo
- 11 nov
- 2 Min. de lectura
Cada semana buscaba gente que lo ayudara a crecer: conocidos con muchos seguidores, amigos con contactos, familiares con tiempo libre.
Entre ellos estaba Eva, su prima. Siempre había estado ahí: le prestaba la cámara, le ayudaba a editar, hasta le presentó a sus primeros invitados. Pero esa semana, Eva estaba enferma apenas comía, apenas podía mantenerse de pie.
Tomás le escribió:
¿Me ayudas a grabar el episodio de mañana? Es con alguien importante.
Eva respondió:
No estoy bien. No puedo.
Tomás insistió:
Es una oportunidad única. No puedo perderla por tu drama.
Eva leyó el mensaje. No contestó. Le sorprendió que ni siquiera le preguntara que era lo que le pasaba.
Tomás grabó el episodio con otra persona. Lo publicó. Escribió: “Gracias a los que sí están cuando se necesita. Los que no, que se queden en su nube.”
Eva lo vio desde su cama. Sintió que nunca la había ni valorado ni apreciado.
Pasaron los meses. Tomás creció. Se rodeó de gente como él: ambiciosa, rápida, siempre disponible para el foco. Compartían contactos, se etiquetaban, se aplaudían. Pero algo faltaba.
Las conversaciones eran vacías. Las risas, forzadas. Nadie preguntaba cómo estaba. Solo si ya había subido el video.
Una noche, después de una entrevista especialmente buena pero fría, Tomás revisó sus mensajes antiguos. Encontró uno de Eva, de meses atrás: “Me gusta cuando tus entrevistas tienen alma. No solo ruido.”
Sintió un nudo en la garganta. Recordó cómo Eva lo miraba, cómo le decía la verdad sin rodeos, cómo le apoyaba el proyecto cuando nadie más lo hacía. Quiso escribirle. Pero sabía que era tarde, Eva ya no estaba "cerca".
Tomás se quedó con su éxito. Y con el vacío.
Reflexión:
El foco puede iluminar. Pero también puede cegar.
Es fácil rodearse de gente que solo aplaude. Lo difícil es cuidar a quienes ven más allá del aplauso.
Porque cuando el alma se va, el ruido no basta.





